miércoles, 11 de noviembre de 2020

Sobre las resonancias del control. Por Ángel Sanabria


Cuando Lacan procede a desregular los términos de la formación analítica, a liberarlos del corsé “administrativo” al que estaba sometida en las Sociedades de la IPA, lanza un reto al deseo de formación de los analistas. Y con ello pone a la vez a cielo abierto las paradojas y escollos de la transmisión de la experiencia analítica y de la verificación de lo que en ella opera.

Decir que el analista sólo se autoriza de sí mismo deja librado al practicante a la responsabilidad de su propio acto –no sin los otros claro está, no sin la Escuela, pero ya sin la coartada de una obligatoriedad que pondría el peso de garantía en el Otro de la reglamentación: si es el Otro el que me lo demanda, es el Otro quien lo garantiza.

Quedan así al descubierto los impases a los que está expuesta, para cada quien, la práctica a la cual se autoriza y el acto al que se apuesta en la soledad del consultorio. Es una forma de des-amparo que conduce justamente a que el control sea, como señala Miller en el texto de referencia que se nos ha dado, [1] un control deseado, con todas las paradojas que conlleva el querer (o no) lo que se desea. No es precisamente un lecho de rosas. Porque ocurre que nos defendemos de lo deseamos, es la pendiente “natural”, por así decir, del serhablante.

Buscamos entonces amparo en la presunción (en el pensa-miento) de que existiría en alguna parte un saber transparente y asegurado sobre el caso en supervisión, un saber super-evidente cuya posesión haría del controlador un super-vidente: el fantasma del supervisor como “el único en poder escuchar la dimensión en juego en la supervisión […] el fantasma de un saber del que algún sujeto pudiera ser el amo”. [2] Da igual que se lo atribuyamos al controlador, al que acudimos en busca de la clari-videncia que nos falta sobre el caso, o que pretendamos suplirla nosotros mismos –por ejemplo, con el recurso al automatismo de la teoría.

Así entendemos el cuestionamiento que hace Lacan de “la falsa evidencia de la supervisión” (cuestionamiento que es en el fondo un llamado a despertar del sueño de un principio de realidad que dirigiría la cura) para destacar en su lugar esa “dimensión original del decir en la supervisión”, en tanto que en ella se hace resonar el decir de un analizante más los efectos que producen en el analista practicante, ante otro analista en posición de tercero. [3] No es una resonancia del orden del sentido –de subjetividad a subjetividad–, sino la de una caja de resonancia, cuando no la del rebote sobre una pared –“hablo a las paredes”, decía Lacan–, la del eco de lo traumático, presente ya como urgencia desde el motivo mismo de consulta (nadie da ese paso sino es urgido por el apremio de un real). Incluso en lo virtual,  en el que no están ausentes los efectos de resonancia sobre el cuerpo.

(Dicho sea de paso, a partir de aquí, el elemento de la terceridad atraviesa todo lo que podemos plantearnos como la función radical de la extimidad en la Escuela como Escuela del pase en todas sus instancias –pienso en este momento en la debatida cuestión de las Comunidad País en los Estatutos de la NEL, por ejemplo).

Dejarse enseñar por la experiencia –la del inconsciente– es también dejarse enseñar por los fracasos. La práctica del supervisor –que, a gusto de Lacan, debería ser más bien un superescuchante– implica pues un acompañamiento del recorrido del sujeto practicante dentro de un cierto equilibrio “entre el control inhibitorio y el control permisivo”, como dice Miller en el texto citado. La exigencia de control es entonces una exigencia ética, antes que una cuestión “técnica” o de conformidad a las reglas, que pone en juego la imposibilidad fundamental de transmisión del psicoanálisis –“tal como lo pienso actualmente, el psicoanálisis es intransmisible […] es bastante molesto que cada psicoanalista se vea obligado a reinventar el psicoanálisis”. [4] Se trata pues de reinventar el psicoanálisis de cara al propio “caso”, de cara a las circunstancias de una actualidad atravesada por la pandemia y de cara también al deseo de Escuela.

 [Publicado en el sitio web de la Nueva Escuela Lacaniana / NEL: http://nel-amp.org/index.php?file=de-interes/conversacion-permanente/20-09-19_angel-sanabria.html] 

NOTAS

1. Miller, J.-A., “Trois points sur le contrôle”, [artículo en Blog]. L´Hebdo-Blog, N° 159. Disponible en: https://www.hebdo-blog.fr/trois-points-controle/

2. Laurent, E., “El buen uso de la supervisión”. Virtualia - Revista Digital de la EOL, Año II, N° 5, mayo de 2002. Disponible en: http://www.revistavirtualia.com/articulos/710/la-formacion-del-analista/el-buen-uso-de-la-supervision

3. Lacan, J., “El síntoma” (Conferencias y charlas en universidades norteamericanas - 1º de Diciembre de 1975). [Documento en línea]. Disponible en: http://elpsicoanalistalector.blogspot.com/2010/09/jacques-lacan-conferencias-y-charlas-en.html. Texto original en francés en Pas-tout Lacan, página web de la Ecole lacanienne de psychanalyse: “Le Symptome” (Conférences et entretiens dans des universités nord-américaines). Disponible en: http://ecole-lacanienne.net/wp-content/uploads/2016/04/1975-12-01.pdf

4. Lacan, J., "Conclusiones del IX Congreso de la EFP, 6-9 de julio de 1978). [Documento en línea]. Disponible en: http://elpsicoanalistalector.blogspot.com/2008/12/jacques-lacan-conclusiones-del-ix.html

lunes, 9 de noviembre de 2020

“¡Cuando yo sea grande!” ¿Qué desearle a nuestros niños?, Por Ángel Sanabria

 



El deseo más noble y más característicamente infantil es el deseo de ser grande. Revela en el niño una sana inconformidad consigo mismo y con lo que todavía no es. Un saberse “incompleto” o “inacabado” que lo impulsa, no a no gustar de sí mismo, sino a querer llegar más allá de lo que hoy es. Los adultos, en cambio, estamos propensos a desear ser niños justamente porque ya no lo somos –mal que le pese a los pregoneros de nuestro “niño interior”. El enredo comienza, sin embargo, cuando los adultos queremos tratar al niño como si ya fuera grande, pretendiendo así “dar por ya hecho lo que de hacerse ha” (María Zambrano, “La mediación del maestro”), renunciando así a nuestra responsabilidad para con los pequeños.

Decía Freud, el inventor del psicoanálisis, que sólo quien es capaz de compenetrarse con el alma infantil puede ser educador, y que nosotros los adultos “no comprendemos a los niños porque hemos dejado de comprender nuestra propia infancia”. Pero, ¿por qué nos alejamos de tal modo de nuestra propia infancia? ¿Por qué olvidamos –o recordamos pero en forma muy confusa- tantas experiencias sin embargo fundamentales de nuestra niñez? Gracias a Freud también, conocemos la respuesta. Olvidamos nuestra infancia más o menos del mismo modo, y por las mismas razones, que al despertar solemos olvidar los sueños de la noche anterior (se ha demostrado que todas las noches soñamos, aunque no lo recordemos). Y es que en esos sueños –al igual que en nuestros recuerdos infantiles- se esconden deseos y emociones muy profundos que muchas veces nos provocan rechazo o inquietud. Deseos y emociones que no nos atrevemos a reconocer, y que contradicen la imagen ideal que nos hemos hecho de nosotros mismos.

Es así como de adultos llegamos a hacernos una imagen idealizada del niño como un querubín asexuado, incapaz de sentir las mismas pasiones –buenas y malas- que cualquier ser humano. Y esa imagen idealizada no nos permite “compenetrarnos” con los niños de carne y hueso, tal y como realmente son (y no como nos gustaría imaginarlos). Compenetrarnos y acompañarlos, desde nuestra posición de adultos, en sus pequeños y grandes conflictos, dramas y aventuras. Entonces, cuando el niño no satisface nuestras expectativas de pureza y bondad, nos sentimos perplejos o defraudados. Y cuando menos pensamos ya le hemos encasquetado alguna de las etiquetas de moda (“hiperkinético”, “autista”) y ¡a medicar se ha dicho! O simplemente nos desentendemos de él y lo dejamos a la buena de Dios, a merced de una supuesta “libertad”.

En la actualidad, seguimos aferrándonos a esta imagen idealizada del niño, sólo que ahora le sumamos los ideales de “éxito” y de consumo propios de la época. Queremos verlo entonces como a cualquier adulto de hoy: lleno de objetos y autosuficiente. Ahíto e insatisfecho, a la vez.

En este contexto, lo mejor que podemos desearle a un niño es desearlo como niño que es y que va siendo. Ocupar el lugar de adultos que le dan la bienvenida a un mundo en el que no podemos hacer siempre lo que queremos, pero en el que en cambio siempre podemos querer lo que hagamos. O al menos intentarlo.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Un lector… ¿algo de "escreencia"?, por Ángel Sanabria




Comienzo con unos versos de Borges, rencontrados esta misma mañana:

Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mi me enorgullecen las que he leído.[1]

Yo que no puedo –que no alcanzo ni lejanamente–  a jactarme del lector que he sido y de las páginas que he leído, me reconozco sin embargo en estos versos y a ellos me encomiendo.

“Se escribe lo que se lee”, nos recordaba Ana Viganó, citando una conversación con Alejandro Reinoso. Una frase que invierte el orden natural de lo que se considera que es la lectura –se lee algo que se ha escrito– y que hace de la escritura un recurso para la lectura. ¿Lectura de qué? Lectura de aquello que se decanta de una experiencia, de los restos literales que va dejando el recorrido de una cura, por ejemplo, o de los acontecimientos que marcan el devenir de una Escuela –del sujeto Escuela que una comunidad de trabajo encarna.

(Pero también puede ocurrir que se lea escribiendo. Al menos en mi experiencia, uno lee con el lápiz o con la pluma: subrayando, poniendo comentarios o marcas al margen del texto, tomando notas, incluso copiando extensamente el texto que se lee –al leerlo y para leerlo).

Invitado a este ejercicio de “escritura en tiempo real” que nos propusiera Alejandro Reinoso, del cual damos cuenta hoy, y convocados por el sugerente y provocador título de “Leer, escribir: una experiencia de Escuela”, me veo interpelado justamente como lector. No “lector” en general, sino como Un lector de algunos de los casos destinados a ser presentados en las Mesas Clínicas de nuestra Jornada de ayer.[2] Y es el caso para  mí que escribir sobre esta experiencia –así, bajo el signo de la prisa y a escasas horas de esta actividad– me permite (o me obliga, según se vea) a leer lo que fue la experiencia de esa tarea que nos encomendó el Directorio de la Sede. Tarea  que asumí con entusiasmo y decisión, pero también con la inquietud de quien se adentra en terreno incierto, lleno aristas delicadas y escollos –los propios, quiero decir, y no los del otro, como podría pensarse.

Porque encaré –no pude sino encarar– esta tarea a partir de mi propia experiencia de presentación clínica en nuestro reciente Coloquio Seminario, para el cual elegí un caso con el que tenía yo una particular dificultad para escribirlo (es decir, para leerlo) de una manera mínimamente solvente. Ello tanto por las características propias del caso como por un punto ciego de mi propia posición, una posición decidida por mi cuerpo por así decir, pero inadvertida para mí. Un cierto “no ver” que, paradójicamente, facilitó que el sujeto pudiera hacer cierto uso de mi presencia que la construcción del caso me permitió recuperar. La escritura palmo a palmo del caso, de cara a un control solidario e inmisericorde a la vez, produjo una reducción de las derivas hacia el sentido (hacia la comprensión) con las que me defendía de la “locura” del sujeto, y poder así leer-escribir la lógica del caso a la letra.

Tolerar esta posición del controlador, que hoy califico de “solidaria e inmisericorde”, me fue posible por algo de la confianza en el trabajo de transferencia, y no simplemente por la confianza –sin duda necesaria pero no suficiente– en la persona del controlador. Y si invoco aquí la transferencia de trabajo, es para destacar que se trata de una puesta en operación de la transferencia recíproca, en el sentido de estar enmarcada y posibilitada por los dispositivos de la Escuela –para el caso, por el espacio de “La lógica de la cura” en el Coloquio Seminario, esa fructífera invención de la orientación lacaniana. Porque no es lo mismo construir un caso sin Escuela que con Escuela, como ya se ha destacado varias veces en esta semana.

¿Hasta dónde pude –en mi tarea de lector de los casos que me tocaron– recoger de la buena manera esa experiencia? ¿Hasta dónde he alcanzado a ser Un lector de esas páginas? Sé de los tropiezos que tuve, y creo reconocer algo de lo que intenté transmitir en  la versión o escritura final de los casos presentados. Sea como sea, me toca a mí leer, extraer la letra de lo que esta experiencia deja para y en mí de efectos de formación. Y consentir además a esos efectos, a soportar la contingencia de esos efectos.

Es lo que intento valiéndome  de momento de un neologismo de Lacan, cuyo hallazgo debo a la lectura de un testimonio de FabiánNaparstek: el escreer, condensación de “escribir” y “creer”, que alude a una creencia que, sin el soporte de la elucubración de sentido, porta en sí algo de la letra.[3] Quisiera valerme de ello para nombrar esa confianza de la transferencia recíproca como un escreer (o creescribir) en la Escuela. Y espero entonces que algo de la escreencia pueda advenir –cada vez– como efecto posible en mi relación con la Escuela.

Termino con los últimos versos del mismo poema de Borges:

La tarea que emprendo es ilimitada
y ha de acompañarme hasta el fin
no menos misteriosa que el universo
y que yo, el aprendiz.


Gracias.



* Intervención en la Conversación de miembros y asociados, “Leer, escribir: una experiencia de Escuela”, 10 de noviembre de 2019 en la Sede de la NEL CdMx.

NOTAS:



[1] “Un lector”, Elogio de la sombra (1969).

[2] III Jornadas de la NEL-Ciudad de México, “¿Qué cura el psicoanalista hoy?​ Consecuencias clínicas y políticas del lazo social que llamamos psicoanálisis”, 9 de noviembre de 2019.

[3] Naparstek, F., “Del sujeto occidentado a la orientación por el síntoma: modulaciones sobre la creencia”. Publicado en la página de las XXVII Jornadas Anuales de la EOL “El psicoanálisis y la discordia de las identificaciones”, 29 y 30 de septiembre de 2018. Documento en línea disponible en: http://www.xxviijornadasanuales.com/template.php?file=frutos-y-cascaras/del-sujeto-occidentado-a-la-orientacion-por-el-sintoma.html

lunes, 14 de octubre de 2019

PSICOANÁLISIS APLICADO A LA PSICOSIS... por Fabián Naparstek




Me intereso hoy en un tema de nuestra comunidad analítica: Los usos del psicoanálisis y especialmente con la psicosis. Se entiende que la interrogación apunta a la relación entre psicoanálisis puro y aplicado o en todo caso a la diferencia de este último respecto de la psicoterapia desde la perspectiva del pase. Son reiteradas las indicaciones de Miller –siguiendo los aportes de Lacan– sobre el valor que tiene la psicosis para captar la estructura en tanto tal. Pero fundamentalmente destaca cómo la psicosis muestra la impostura del sujeto supuesto saber "redoblado cuando se viste de los oropeles del padre" [1]. Asimismo subraya la similitud –por supuesto que también la diferencia– cuando en el pase se verifica que los análisis conducen al punto "donde la impostura paternal se revela con toda su crudeza" [2]. Por otro lado, J. Lacan hace resonar en variadas ocasiones –como ya lo había mencionado– que el alienado mental es el verdadero hombre libre. Subvierte la alienación en libertad y lo vincula al fenómeno de  segregación. Es por que el loco es el hombre libre que Lacan indica que " ustedes están en su presencia a justo título angustiados" [3]. La angustia  ante la libertad del loco lleva según él a los diferentes modos de segregación. Esto último no deja de tener sus consecuencias en la práctica del diagnóstico produciendo cierto horror al mismo [4]. Cuestión que se hace más patente aún en la actualidad ante la ampliación del campo de la psicosis con las "psicosis de la democracia" [5]  –psicosis ordinarias– y la elaboración de la última enseñanza de Lacan. Es ante los psiquiatras que Lacan propone un nuevo punto de vista para abordar a la locura desde el psicoanálisis. En este punto ya no se refiere a lo que la psicosis aporta al psicoanálisis y a la formación de los analistas, sino a lo que el psicoanálisis le puede aportar a la psicosis. En ese sentido, si se trata de la libertad, Miller señala que hay allí una cuestión ética y que es ésta la que le permite distinguir el psicoanálisis aplicado a la psicosis, de la psicoterapia. Al mismo tiempo, Lacan sugiere esperar de la experiencia precaria del fin de análisis nuevos aportes para la aplicación del psicoanálisis a la psicosis. Espera un "progreso capital que podría resultar del hecho que el psicoanalizado se ocupe algún día verdaderamente del loco" [6].

Si el "riesgo" [7] –como indica Miller– de la libertad del loco la encontramos en su posibilidad de des-identificación y el horror lo hallamos ante lo que el loco muestra como impostura del padre, entiendo en otros términos ahora lo que Lacan alertaba desde muy temprano respecto de la comprensión. Hay un aspecto de la misma referido a no responder desde la empatía –matiz al que alude explícitamente Lacan en el Seminario 3–, pero hay otro aspecto siempre difícil: no responder desde la impostura del padre. Ambos aspectos responden a la misma estructura, aunque en el primero se articula con la relación imaginaria del esquema Lambda y en el segundo se amplía a la limitación de la realidad edípica y fantasmática de cada cual.


Entiendo de esta forma lo que plantea en 1976 cuando habla del amor al prójimo de la tradición judeo-cristiana y nos dice que "lo que se presenta al analista es otra cosa que el prójimo" [8].

Concluyo así, que cada vez que tratamos la diferencia en la singularidad de cada sujeto –la des identificación en un caso de neurosis, como de psicosis, o lo héteros de lo femenino– como si fuera de la misma parroquia, estamos en el campo de la comprensión. Cuestión que se presenta muy especialmente en el acto de diagnosticar. Si en su defecto al supuesto individuo de otra parroquia – o sea, lo diferente– lo segregamos, también estamos en el campo de la comprensión. Así la comprensión muestra su cara segregativa. En este sentido Lacan alertaba que no alcanza con servirse inteligentemente de "su vocabulario para que esto tenga el menor efecto sobre lo que es efectivamente la práctica analítica" [9]. Entiendo que es por esta razón que espera del psicoanalizado un aporte. Espera de aquel en donde la impostura paternal se revela con toda su crudeza. Se ve así, que el ir mas allá del padre tiene su consecuencia clínica para el sujeto en un psicoanálisis puro –en el camino hacia el fin de análisis–, empero también tiene consecuencias en la formación del practicante que pretenda abordar la diferencia en la aplicación de un psicoanálisis con consecuencias efectivas y con eficacia terapéutica. Para concluir, hago extensiva la espera no solo del psicoanalizado, sino del dispositivo del pase en lo que nos puede aportar con su elaboración. Una Escuela que se ocupa del pase y que el mismo, como dispositivo institucional, muestre sus consecuencias respecto de los usos del psicoanálisis, hará –entre otras cosas– que se pueda evitar la "reabsorción del psicoanálisis puro en el mundo psi" [10] y establecer una clara diferencia del psicoanálisis aplicado con la psicoterapia. Esto es, el psicoanálisis aplicado orientado por el deseo del analista. Así mismo, si hay un "coraje" propio en el atravesar el límite de la identificación, que en la psicosis se muestra como invención sintomática y singular, Miller también propone el coraje del acto que supone la des-identificación en un paso creativo. Me pregunto: porqué no pensar en una Escuela cada vez más corajuda –el coraje de la creación– para dar respuestas a los diferentes modos de presentación del síntoma en la actualidad. Es decir, una Escuela que favorece a la soledad singular de sus miembros respecto de la identificación, para que desde allí y en un lazo de elaboración colectiva "cada uno y en cada día, tenga que re-inventar el psicoanálisis" [11].


NOTAS

1. Miller, J.-A.: "Sur La leçon des psychoses", en L’ experience psychanalytique des psychoses (Actes de l’ Ecole de la Cause freudienne). Paris, Navarin-Seuil, 1987. p. 143.
2. Ibidem.
3. Lacan, J.: "Petit discours de Jacques Lacan aux psyquiatres", 10 de noviembre de 1967. Inédito. (Nota A.S.: Existe una traducción de Ricardo Rodríguez Ponte: “Breve discurso a los psiquiatras”. Disponible en “El psicoanalista lector”: http://elpsicoanalistalector.blogspot.com/2009/12/jacques-lacan-breve-discurso-los.html).
4. Sigo aquí una referencia oral de Miller que no he podido situar en alguna publicación.
5. Miller, J.-A y otros: La psicosis ordinaria. Ed. Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 224.
6. Ibidem 3.
7. Ibidem 1.
8. Lacan, J.: "Prefacio a la edición inglesa del seminario XI", Ornicar 1, Ed. Petrel, pag. 43.
9. Ibidem 3.
10. Miller, J.-A.: "Respuesta a Ché Vuoi? Sobre la formación del analista en el 2001". En: Caldero de la Escuela, N° 87, Buenos Aires, noviembre, 2001, p. 16.
11. Brodsky, G.: "Discurso a la asamblea general de la AMP". En: Caldero de la Escuela, N° 89, 2002. p. 45.



sábado, 5 de octubre de 2019

Las psicosis, ordenadas bajo transferencia, por Miquel Bassols




La solidez de un concepto clínico se mide por la efectividad de su uso, especialmente cuando da cuenta de un campo de fenómenos para el que no existía antes un mapa establecido. Desde esta perspectiva podemos decir sin duda que el concepto de “psicosis ordinarias”, acuñado por Jacques-Alain Miller a finales de los años noventa, ha llegado a ser un concepto clínico ya establecido, un concepto de enorme efectividad dado su uso ampliamente extendido desde entonces en el Campo Freudiano… y más allá. Las psicosis ordinarias dan cuenta así de una serie de fenómenos que a veces pasan desapercibidos por su aparente normalidad pero que escuchados desde la enseñanza de Lacan indican las condiciones de estructura que hemos aprendido a localizar en el campo de las psicosis. Discretos acontecimientos de cuerpo, sutiles plomadas de sentido en el deslizamiento de la significación, velados fenómenos de alusión, suplencias minimalistas en las que el sujeto sostiene la frágil estabilidad de su realidad. Estos fenómenos estaban ahí, a la vista de todos, pero se confundían con el paisaje de la normalidad en su frecuencia. Tal como indicaba el propio Jacques-Alain Miller en la hoy conocida “Convención de Antibes”: “Hemos pasado de la sorpresa a la rareza, y de la rareza a la frecuencia”.[1] Es decir, hemos pasado de la sorpresa por el encuentro de lo excepcional y lo extraordinario a reparar en fenómenos que por su frecuencia se nos hacían ya familiares.

Pero allí donde opera el prejuicio de la normalidad, ese fantasma que adquiere en nuestros días categoría de verdad estadística, se trata siempre de encontrar la extrañeza del rasgo clínico en su detalle más singular. Así, las psicosis ordinarias se nos revelan ahora como una suerte de carta robada de nuestra clínica: estaban tan a la vista de todos que se escondían a la de cada uno. Bastaba un ligero desplazamiento del foco clínico para hacer aparecer en estos fenómenos la estructura de las psicosis en sus diversas formas de anudamiento, y de revelar con este cambio de perspectiva que lo más extraño habitaba en lo más familiar de la clínica. Las psicosis ordinarias son así también lo Unheimlich (lo siniestro, lo extrañamente familiar) de nuestra clínica. Y no es raro obtener este afecto vinculado a lo Unheimlich en el psicoanalista practicante cuando se señala la dimensión de lo extrañamente familiar de estos fenómenos.

Entonces, si el concepto de psicosis ordinarias ha venido a delimitar  el mapa de lo que era hasta entonces una terra incognita de nuestra clínica, es también porque muestra que la orografía de su terreno está presente en cada uno de los continentes previamente definidos por la cartografía clásica, la cartografía repartida según las categorías de psicosis, neurosis y perversión. Dicho de otra manera, el mapa crea aquí el terreno antes que representarlo, hasta confundirse con él. Lo que es decir también que el lenguaje, incluido el de la clínica, antes que tener una función de representación de la realidad está anudado en la misma operación de la construcción y de la percepción de esa realidad. Es algo tan extraño como familiar para alguien formado en la orientación lacaniana más clásica: la percepción eclipsa la estructura allí donde esta estructura revela el modo en que se construye esta percepción.

Vayamos ahora a considerar la naturaleza del terreno que hoy conocemos con el término de “psicosis ordinarias”. Imaginemos una suerte de Google Earth de la clínica en el que podamos visualizar el terreno y las localizaciones geográficas con sus nombres y fronteras. Encontramos ahí, siguiendo nuestra clínica clásica, claramente establecidos los dos grandes territorios de las neurosis y de las psicosis, con sus fronteras y subfronteras, con la histeria y la obsesión por una parte,  con la paranoia y la esquizofrenia por la otra. Podemos localizar también la melancolía, también las perversiones, aunque a veces se desdibujen un poco más en algunas de sus fronteras para revelar su condición de rasgos que pueden compartir países distintos. Existen, en efecto, rasgos melancólicos en varios lugares de los continentes delimitados, así como rasgos de perversión, para retomar el tema de un Encuentro Internacional del Campo Freudiano de hace ya unas décadas.

Si escribimos ahora “psicosis ordinarias” en este buscador imaginario del Google Earth de la clínica para ver cómo los zooms sucesivos nos conducen a una localización precisa, ¡oh sorpresa!, la lista de lugares que aparecen en la ventanita de búsqueda se alarga más y más, hasta hacerse presumiblemente infinita. Hasta tal punto que parecería que las “psicosis ordinarias” pueden estar hoy en cualquier parte del mapa, sin poderse reducir su descripción a un rasgo ni tampoco constituirse en un continente en sí mismo. Si clicamos en uno cualquiera de esos nombres nos conduce sin embargo a lugares ya conocidos. Y si seguimos verificando la lista tal vez podríamos concluir entonces que la psicosis ordinaria es en realidad el propio Google Earth en su conjunto, el propio sistema de representación con el que intentamos localizar los lugares de nuestra clínica clásica. Es una clínica hecha de rasgos discretos, que valen por la diferencia que existe entre unos y otros, al estilo del sistema estructural de la lengua que conocemos desde la lingüística de Saussure. Pero aquí los rasgos son tan discretos —permítanme el equívoco de esta palabra—, tan sutiles que desaparecen a la vista general y sólo aparecen en la singularidad de cada caso, y cada vez de manera distinta. Difícil construir un mapa general y un buscador precisos con estas condiciones de representación, a no ser, como decimos, que el lugar en cuestión que buscamos no sea finalmente el propio sistema de representación en el que operamos.

Digamos de inmediato que esta paradoja no nos parece nada extraña a los lectores de Jacques Lacan. Está presente desde muy temprano en su enseñanza. Él mismo leyó su propia entrada en el psicoanálisis, la que lleva el título de su famosa tesis de 1932, De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, diciendo unos años después que la personalidad es la paranoia y que es por esta razón que no hay de hecho relaciones entre la una y la otra. Nada más normal que la personalidad, nada menos discreto también, tómese el término “discreto” con el equívoco que hemos señalado.
Pero entonces, ¿es que la categoría de “psicosis ordinarias”, que nos parecía tan efectiva en su uso, se nos evapora ahora precisamente por la extensión y efectividad de ese uso? ¿No nos estará ocurriendo lo mismo que señalaba Lacan en los años cincuenta cuando estudiaba el uso de la interpretación en el medio analítico a partir de las observaciones de Edward Glover? Les recuerdo su indicación al respecto en su escrito sobre “The direction of the treatment and the principles of its power”: Edward Glover, a falta del término de significante para operar en la experiencia analítica, —escribe lacan— “finds interpretation everywhere, being unable to stop it anywhere, even in the banality of a medical prescription.”[2]

Un extravío tal sería sin duda nuestra segura confusión de lenguas, confusión que se añadiría a la Babel actual de la clínica, una clínica que parece desaparecer, ella misma, en el mundo de las nosografías cada vez más desordenadas y hoy alimentadas por la crisis del sistema DSM. Es sabido que la crisis de este sistema, en sus nuevas versiones, ha extendido de tal manera las descripciones de lo patológico en la vida cotidiana que no hay un solo rincón que no sea diagnosticado como un posible “disorder”. Hasta el punto que alguien ha dicho que si uno no se encuentra descrito en alguna de las páginas del manual es porque realmente debe tener un grave “disorder”.

Se trata en realidad de un error de perspectiva homólogo al que describíamos con el modelo Google Earth. Con la introducción de la categoría de las “psicosis ordinarias” en la clínica nos encontramos —como señalaba Jacques-Alain Miller en el momento mismo de introducir el término— “divididos entre dos puntos de vista contrastados, pero que no son excluyentes uno de otro”.[3] Desde la primera perspectiva, la que podemos ordenar a partir de la primera enseñanza de Lacan, hay discontinuidad entre neurosis y psicosis, hay fronteras más o menos precisas, hay elementos discretos y diferenciales, tributarios de la lógica con la que funcionan los Nombres del Padre y la lógica del significante que opera de modo discrecional, por las diferencias relativas entre los elementos. Cuando hay una frontera en el mapa, hay diferencias discrecionales entre dos territorios, hay también posible reciprocidad entre ellos para definir lo que uno es y no es en relación al otro. Desde la segunda perspectiva, la que podemos ordenar a partir de la última enseñanza de Lacan, se pone más bien de relieve la continuidad entre territorios, aquello que los hace contiguos, como dos modos de responder a un mismo real, como dos modos de goce ante una misma dificultad de ser. No se trata ya en esta segunda perspectiva de establecer fronteras sino de constatar anudamientos y desanudamientos entre hilos que están en continuidad.

Así, podemos decir que no hay propiamente una descripción clínica de las psicosis ordinarias según el modelo clásico que ordena sus categorías a partir de una serie de rasgos presentes en el interior de un conjunto más o menos bien delimitado. Resultaría imposible entonces incluir una categoría así en la lógica del DSM o de los manuales de diagnóstico habituales, donde se enumeran los rasgos que deben estar presentes para cada categoría clínica. Desde el punto de vista descriptivo podrían definirse más bien por un rasgo que encontramos a faltar, nunca el  mismo por otra parte, por aquello que sentimos que falta en relación a las psicosis clásicas, pero también por lo que encontramos a faltar en relación a las neurosis clásicas. Nos vemos obligados entonces a definirlas, más que nunca, caso por caso, y siempre según el contexto en el que encontramos esa falta.

Si me permiten decirlo así, la categoría “psicosis ordinarias” incluye entonces a las categorías que no se incluyen a sí mismas: parece una histeria pero no es una histeria, no incluye los rasgos que conocemos de la histeria, parece una obsesión pero que no incluye los rasgos de la obsesión, parece una paranoia pero no incluye los rasgos de la paranoia… Lo que convierte a las psicosis ordinarias en una suerte de paradoja de Russell, la conocida paradoja de aquel conjunto que incluye a los conjuntos que no se incluyen a sí mismos. Hay varias maneras de ilustrar la paradoja de Russell, una es la del catálogo que incluye a todos los catálogos que no se incluyen a sí mismos, sin poder concluir finalmente sobre la pregunta de si el primer catálogo se incluye o no a sí mismo.

De este modo, la categoría de las psicosis ordinarias hace estallar el sistema diagnóstico de la clínica estructural. Ocurre con ellas algo parecido a lo que ocurría en la primera clínica freudiana con la introducción de las llamadas “neurosis actuales”, las neurosis que Freud distinguía de las psiconeurosis clásicas y que se definían por su falta de historia infantil y por la falta de sobredeterminación simbólica de lo síntomas. Toda neurosis era una neurosis actual hasta que no se encontraran estos dos elementos estructurales que no cesaban de no escribirse… hasta el encuentro contingente que decantaba su significación.

Digamos que el único modo de verificar este hecho, el único modo de poner a prueba este real que no cesa de no escribirse en cada caso es la propia estructura de la experiencia analítica, la estructura que se pone a la luz del día en el fenómeno de la transferencia.

Dicho de otro modo y para concluir: las psicosis ordinarias sólo se ordenan clínicamente cuando sus fenómenos se precipitan, se ordenan, en la lógica de la transferencia. Sólo allí se revelan las psicosis ordinarias como ordenadas bajo transferencia.


[1] Jacques-Alain Miller, en IRMA “La psychose ordinaire”, Agalma 1999, p, 230.
[2] Jacques Lacan, Écrits: a selection, Roytledge, London2002, p. 258.
[3] Jacques-Alain Miller, opus cit. p. 231.

(Tomado del Blog: Desescrits de psicoanàlisi lacaniana, 10 de julio de 2016. Disponible en: http://miquelbassols.blogspot.com/2016/07/las-psicosis-ordenadas-bajo.html)

miércoles, 21 de agosto de 2019

Joey, “El Niño Mecánico”: El cuerpo sin agujeros del autista, por Ángel Sanabria





resumen

Bruno Bettelheim es una figura muy controvertida. Conocido y venerado por el público lector de Psicoanálisis de los cuentos de hadas,  ha sido duramente cuestionado y malinterpretado por su defensa de la tesis, formulada en realidad por Kanner, de las “madres nevera”. No es necesario estar de acuerdo con las teorías de Bettelheim para encontrar en sus historiales, y en particular en el de Joey, el famoso “Niño Mecánico” (Bettelheim, 1967), un inestimable material clínico para acercarse a las dificultades y peculiaridades de la constitución del cuerpo en el autismo a partir de  los desarrollos más recientes dentro del psicoanálisis de la orientación lacaniana.


sumario
¿Qué es tener un cuerpo?
Un borde “electromecánico”
La invención de un arte factus pulsional
“La supermáquina que decía palabras sucias” –sobre obscenidad y enunciación–
¿Una elección deliberada?
Una intolerancia a los agujeros
Lo que se extrae del cuerpo
Del objeto autístico al doble
El trauma de la lengua según Joey


(Publicado en  Cythère? #2. Revista de la Red Universitaria Americana - Rua)

Leer artículo completo aquí.

martes, 30 de julio de 2019

Seminario de textos: “Lituraterra: Goce, Cuerpo y Escritura", por Ángel Sanabria



Physichromie n. 21 Carlos Cruz-Diez, 1960


¿Qué quiere decir “la letra feminiza”, como reza la conocida tesis de Lacan?

Nuestro anterior seminario (“Semblante, Letra, Juntura: Una lectura del Seminario 18”) nos condujo a explorar la función de lo que sería un “borde de semblante”, es decir, aquello del semblante que se escribe “con” (y no “en”) el cuerpo, es decir, el semblante tomado desde el filón por el que se engancha a lo real –y no por el se empalma a la verdad como ficción.

Interrogaremos ahora el texto de Lacan Lituraterre, a partir de la relación entre escritura, cuerpo y goce, con especial referencia al goce femenino.

Algunos textos de referencia:
·       Jacques Lacan: Lituraterre, Aun (Seminario 20)
·       Testimonios de Pase: Ana Lúcia Lutterbach Holck (La erótica y lo femenino),  Bernard Seynhaeve (“Escritura de un borde”) y otros.
·       Marguerite Duras: Escribir



CoordinadorÁngel Sanabria
Horario: miércoles de 19.30 pm a 21.00 hrs.
Iniciomiércoles 21 de agosto de 2019
Finaliza: miércoles 11 de diciembre de 2019
Encuentros de frecuencia mensual: miércoles 21 de agosto; miércoles 25 de septiembre; miércoles 23 de octubre; miércoles 20 de noviembre y miércoles 11 de diciembre de 2019 (Cinco encuentros).

Lugar: NEL-CdMx. José María Velasco No. 31. 2º Piso. Col. San José Insurgentes.
Del. Benito Juarez (Metrobús Teatro Insurgentes, Metro Barranca del Muerto, muy cerca de Av. Revolución).
Cuota de recuperación: $1,250 MX.
Datos para el pago: Banco Banorte N° Cta. 0326428652.Nueva Escuela Lacaniana.
Clave Interbancaria 072180003264286528
Informes e inscripción: Secretaria NEL CDMX.
Lunes a jueves de 19:30 a 21:00 hrs.
Tel. (55) 7028 4439

jueves, 13 de junio de 2019

El "No" de Raimundo Silva (sobre el acto y el nuevo amor), por Ángel Sanabria



A altas horas de la noche, el fatigado y somnoliento corrector Raimundo Silva tropieza de súbito con una simple línea de las pruebas de la Historia del cerco de Lisboa que tiene entre sus manos: “…los cruzados auxiliaron a los portugueses”. El encuentro con esta línea lo despierta (pero, ¿con qué cosa es en realidad el encuentro? ¿De qué orden es aquello que lo despierta?). Raimundo Silva se debate y se resiste. La línea parece decirle: “Haz de mí otra cosa, si eres capaz”. ¡Qué disparate! Un corrector que en lugar de corregir, lo que va es a cambiar el texto –doble error puesto que se trata de un hecho histórico inalterable, pero además porque para un corrector cualquier designio del autor sobre su obra es por definición infalible. Finalmente, el oscuro impulso, insondable para él mismo, se impone: “con mano firme sujeta el bolígrafo y añade esa palabra que el autor no escribió, no podría haber escrito nunca –No”. Los cruzados no auxiliarán a los portugueses.

El aparentemente minúsculo “desvío” del personaje de José Saramago en su novela Historia del cerco de Lisboa (Alfaguara, 1989), tendrá sin embargo consecuencias incalculables, tal como lo señala uno de los personajes: “el No que escribió aquel día habrá sido el acto más importante de su vida” (p. 118).  No es cualquier personaje el que esto le dice al corrector, sino María Sara, mujer que jugará un papel central en la trama y de quien el personaje recibirá –en forma invertida no sólo la sanción del estatuto de acto de su “desvío”, sino también la apertura a un nuevo amor, literalmente hablando. En efecto, es María Sara quien va a hacerle el encargo de escribir una nueva historia –ésta vez ficticia del cerco de Lisboa a partir de la premisa de que “los cruzados no auxiliaron a los portugueses”, autorizando así el inicio de un trabajo que lo hará pasar de la posición de corrector a la de autor. El gesto de esta mujer al proponerle “tomar al pie de la letra su desvío”, adquiere el valor de una interpretación que torna legible el deseo subyacente al “acto sintomático” inicial. Nuestro personaje encontrará en ella además una inesperada renovación de su vida amorosa, que estaba excluida de su pequeño y solitario mundo gris de solterón. Incluso cabe preguntarse ¿de quién es el acto en realidad? ¿De María Sara al sancionar la positividad de su “desvío” y proponer tomarlo “al pie de la letra” como punto de inicio, o del propio de Raimundo Silva que no retrocede entonces ante la imprevisible consecuencia de su “desvío”? Se trata de una articulación compleja entre uno y otro acto, una articulación de deseo a deseo.

Esta palabra No fue escrita con letras “cargadas y perfiladas” que delatan una acción deliberada, y sin embargo fue puesta por razones insondables para el propio sujeto y en medio de una intensa agitación. ¿Qué hace que las consideremos un acto?¿En qué consistiría el acto de Raimundo Silva? Destaquemos primero que nada el hecho de que aparezca como un corte en el encadenamiento de causas y efectos que se suponen regir una vida o, siguiendo al propio Saramago, una ruptura en “aquella deseada y tranquilizadora relación directa que haría de cualquier vida humana un encadenamiento irresistible de hechos lógicos, todos perfectamente trabados, con sus puntos de apoyo y calculadas flechas” (p. 129). Lo que hay aquí de acto no se confunde con el gesto motor –la mano que empuña el bolígrafo y escribe del que sin embargo toma soporte, ni tampoco con la modificación de sentido que introduce en los enunciados. Es gesto solitario, compromete lo más íntimo, lo más íngrimo y lo más corpóreo del sujeto, y sin embargo se trata de una acción que dice algo y llama al lazo con el Otro. Es “un hacer que es un decir”, como en el poema de Paz. Pero fundamentalmente, es algo que deja marca sobre el propio sujeto –ha lugar de un decir cuyo sujeto cambia” (Lacan) y que a la vez instaura un nuevo orden, un cambio de discurso cuyo signo es precisamente ya lo dijimos el nuevo amor.


miércoles, 5 de junio de 2019

Psicoanálisis y Pedagogía (I): De la queja del educador al síntoma, por Ángel Sanabria



Un profesor resume su experiencia al inicio de un semestre con este singular comentario: “La clase me deja ronco porque, como ellos son como unos cadáveres, tengo yo que hablar”. Es un comentario fuerte, sin duda. No tanto por el calificativo empleado para referirse a sus estudiantes como cuerpos inertes, que después de todo está usado en confianza en ese contexto catártico y libre de las coerciones de lo  “políticamente correcto” que son las conversaciones profesorales de pasillo. Bien visto, lo que en el fondo hace a este comentario tan fuerte es la presencia de esta voz enronquecida en la que nuestro personaje literalmente se consume, esa mortificación que desde el propio cuerpo responde a la inercia “cadavérica” de la clase y a la que bien podemos dar rango de objeto pulsional.

Se sabe que Lacan agregó a la clásica lista freudiana de objetos de satisfacción pulsional –oral y anal– la voz y la mirada (Lacan, 2004). Agreguemos que decir “satisfacción pulsional” implica que el encuentro con estos objetos conlleva siempre una cierta dimensión “traumática” y paradójica de placer excesivo o mortificante. La anécdota citada no sólo recorta una singularidad de este sujeto –su gusto por el verbo mordaz, la descarga por vía de la palabra irónica–, sino que señala también el lugar de privilegio del objeto voz en la praxis pedagógica. ¿No es acaso la afonía el síntoma ocupacional por excelencia del gremio docente?

Nuestro colega agrega a este comentario una declaración de insatisfacción: estos estudiantes, con su inercia, “me desmejoran como profesor porque no puedo aprender”. Es decir, siente que no tiene el menor chance de sacar provecho, intelectualmente hablando, del intercambio y discusión con sus estudiantes, ocupado como está en ver cómo despierta alguna chispa de interés en ellos. Más allá de esta imputación a sus estudiantes por una “desmejora” que en realidad le atañe a él mismo (su propia pérdida de goce como “proletario intelectual”), y sin entrar a especular sobre lo adecuado que pueda ser su metodología de enseñanza, podemos asumir que no estamos, después de todo, ante el típico profesor “tradicional” que se limita a “pasar materia” sin importarle si sus estudiantes participan o entienden algo del asunto. Su discurso es el de alguien que busca un interlocutor a quien dirigirse, un cierto sujeto que responda con algún signo de inteligencia a la interpelación pedagógica. Su discurso espera la respuesta de un “sujeto universitario”, en otras palabras, un sujeto capaz de entrar en el dispositivo académico de intercambio y producción de saber, capaz de argumentar y razonar según las reglas del recto pensamiento.

Pero, en lugar de ello, lo que le retorna desde del otro lado es más bien el  vacío de un “no hay”: no hay respuesta, no hay “motivación” o “atención”, no hay quién entienda ni cómo hacerse entender. Este es el rostro de la impotencia del educador en una época que ya no es más la de la “pedagogía del oprimido”, sino más bien la de una “pedagogía del aburrido”, para usar la feliz expresión de Corea y Lewkowwicz (2004). Atrás quedaron los tiempos idílicos en que la voz magisterial, auténtica Master’s voice, resonaba en el concentrado silencio de las aulas (interrumpida, desde luego, por algún indócil chicuelo ocasional). Esa voz no ha callado en realidad, pero ahora se ahoga en un mar de rostros somnolientos o entretenidos en la pantalla de sus smartphones.

El señalamiento y la queja en torno a los escollos de la labor educativa son, seguramente, tan viejas como el sistema escolar mismo. Sin embargo, hay un rasgo nuevo que surge aproximadamente a partir la segunda mitad del siglo XX: junto a la denuncia de los excesos autoritarios de la educación tradicional, encontramos la preocupación –y propiamente, la queja ante la cada vez más abierta indisposición y resistencia del sujeto a los esfuerzos del educador. estamos ante una queja de nuevo cuño que, como bien lo señalan Corea y Lewkowwicz, se deja escuchar con regularidad sintomática entre maestros y profesores de escuelas, liceos y universidades (Corea y Lewkowwicz, 2004, p. 33).

Interrogar lo que hay de sintomático en esta queja es interrogarnos sobre las condiciones mismas del acto del educador en el contexto actual. Y si partimos de la educación como un campo definido por un cierto anudamiento de la Ley (la función simbólica de la autoridad en tanto ligada al deseo), el saber (los contenidos de la transmisión cultural) y el sujeto (la producción y/o promoción de una cierta subjetividad), podemos dirigir entonces nuestro intento de lectura del contexto actual a lo que se muestra de sintomático en estos diferentes registros.
Agreguemos que, en cuanto al estatuto de lo “sintomático”, estamos hablando, claro está, del síntoma en el sentido psicoanalítico del término. Es decir, del síntoma tomado por un lado como signo de “lo que no marcha”, de aquello que se opone a que las cosas marchen al paso impuesto por un orden discursivo, (Lacan, 2007), y por el otro, como invención de una “solución de compromiso” dentro de aquello que no marcha –compromiso, en definitiva, entre las tendencias pulsionales y las exigencias del orden simbólico (Freud, 1929/1981).

(continuará...)


REFERENCIAS

Corea y Lewkowwicz (2004). Pedagogía del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas, Buenos Aires: Paidós.
Freud, Sigmund. (1929/1981). “El malestar en la cultura”, Obras Completas, Madrid: Nueva Visión, tomo III.
Lacan, Jacques. (1962-1963/2004). El Seminario, Libro 10, “La angustia”, Buenos Aires: Paidós.
Lacan, Jacques. (1974/2007). “La tercera”. En: Intervenciones y textos ., Buenos Aires: Manantial.

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