Un profesor resume su experiencia al inicio de un semestre con este
singular comentario: “La clase me deja ronco porque, como ellos son como unos
cadáveres, tengo yo que hablar”. Es un comentario fuerte, sin duda. No tanto
por el calificativo empleado para referirse a sus estudiantes como cuerpos
inertes, que después de todo está usado en confianza en ese contexto catártico
y libre de las coerciones de lo
“políticamente correcto” que son las conversaciones profesorales de
pasillo. Bien visto, lo que en el fondo hace a este comentario tan fuerte es la
presencia de esta voz enronquecida en la que nuestro personaje literalmente se
consume, esa mortificación que desde el propio cuerpo responde a la inercia
“cadavérica” de la clase y a la que bien podemos dar rango de objeto pulsional.
Se sabe que Lacan agregó a la clásica lista freudiana de objetos de satisfacción
pulsional –oral y anal– la voz y la mirada (Lacan, 2004). Agreguemos que decir
“satisfacción pulsional” implica que el encuentro con estos objetos conlleva
siempre una cierta dimensión “traumática” y paradójica de placer excesivo o
mortificante. La anécdota citada no sólo recorta una singularidad de este
sujeto –su gusto por el verbo mordaz, la descarga por vía de la palabra irónica–,
sino que señala también el lugar de privilegio del objeto voz en la praxis
pedagógica. ¿No es acaso la afonía el síntoma ocupacional por excelencia del
gremio docente?
Nuestro colega agrega a este comentario una declaración de
insatisfacción: estos estudiantes, con su inercia, “me desmejoran como profesor
porque no puedo aprender”. Es decir, siente que no tiene el menor chance de
sacar provecho, intelectualmente hablando, del intercambio y discusión con sus
estudiantes, ocupado como está en ver cómo despierta alguna chispa de interés
en ellos. Más allá de esta imputación a sus estudiantes por una “desmejora” que
en realidad le atañe a él mismo (su propia pérdida de goce como “proletario
intelectual”), y sin entrar a especular sobre lo adecuado que pueda ser su
metodología de enseñanza, podemos asumir que no estamos, después de todo, ante
el típico profesor “tradicional” que se limita a “pasar materia” sin importarle
si sus estudiantes participan o entienden algo del asunto. Su discurso es el de
alguien que busca un interlocutor a quien dirigirse, un cierto sujeto que
responda con algún signo de inteligencia a la interpelación pedagógica. Su
discurso espera la respuesta de un “sujeto universitario”, en otras palabras,
un sujeto capaz de entrar en el dispositivo académico de intercambio y
producción de saber, capaz de argumentar y razonar según las reglas del recto
pensamiento.
Pero, en lugar de ello, lo que le retorna desde del otro lado es más
bien el vacío de un “no hay”: no hay
respuesta, no hay “motivación” o “atención”, no hay quién entienda ni cómo
hacerse entender. Este es el rostro de la impotencia del educador en una época
que ya no es más la de la “pedagogía del oprimido”, sino más bien la de una
“pedagogía del aburrido”, para usar la feliz expresión de Corea y Lewkowwicz
(2004). Atrás quedaron los tiempos idílicos en que la voz magisterial, auténtica
Master’s voice, resonaba en el
concentrado silencio de las aulas (interrumpida, desde luego, por algún indócil
chicuelo ocasional). Esa voz no ha callado en realidad, pero ahora se ahoga en
un mar de rostros somnolientos o entretenidos en la pantalla de sus smartphones.
El señalamiento y la queja en torno a los escollos de la labor educativa
son, seguramente, tan viejas como el sistema escolar mismo. Sin embargo, hay un
rasgo nuevo que surge aproximadamente a partir la segunda mitad del siglo XX:
junto a la denuncia de los excesos autoritarios de la educación tradicional,
encontramos la preocupación –y propiamente, la queja– ante la cada vez más
abierta indisposición y resistencia del sujeto a los esfuerzos del educador.
estamos ante una queja de nuevo cuño que, como bien lo señalan Corea y
Lewkowwicz, se deja escuchar con regularidad sintomática entre maestros y
profesores de escuelas, liceos y universidades (Corea y Lewkowwicz, 2004, p.
33).
Interrogar lo que hay de sintomático en esta queja es interrogarnos
sobre las condiciones mismas del acto del educador en el contexto actual. Y si
partimos de la educación como un campo definido por un cierto anudamiento de la
Ley (la función simbólica de la
autoridad en tanto ligada al deseo), el saber (los contenidos
de la transmisión cultural) y el sujeto
(la producción y/o promoción de una cierta subjetividad), podemos dirigir
entonces nuestro intento de lectura del contexto actual a lo que se muestra de
sintomático en estos diferentes registros.
Agreguemos que, en cuanto al estatuto de lo “sintomático”, estamos hablando, claro está, del síntoma en el sentido psicoanalítico del término.
Es decir, del síntoma tomado por un lado como signo de “lo que no marcha”, de aquello que
se opone a que las cosas marchen al paso impuesto por un orden
discursivo, (Lacan, 2007), y por el otro, como invención de una “solución de compromiso” dentro de aquello que no marcha –compromiso, en
definitiva, entre las tendencias pulsionales y las exigencias del orden
simbólico (Freud, 1929/1981).
(continuará...)
REFERENCIAS
Corea y Lewkowwicz (2004). Pedagogía
del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas, Buenos Aires: Paidós.
Freud, Sigmund. (1929/1981). “El
malestar en la cultura”, Obras Completas,
Madrid: Nueva Visión, tomo III.
Lacan, Jacques. (1962-1963/2004).
El Seminario, Libro 10, “La angustia”,
Buenos Aires: Paidós.
Lacan, Jacques. (1974/2007). “La tercera”. En: Intervenciones y textos ., Buenos Aires:
Manantial.

No hay comentarios:
Publicar un comentario