miércoles, 5 de junio de 2019

Psicoanálisis y Pedagogía (I): De la queja del educador al síntoma, por Ángel Sanabria



Un profesor resume su experiencia al inicio de un semestre con este singular comentario: “La clase me deja ronco porque, como ellos son como unos cadáveres, tengo yo que hablar”. Es un comentario fuerte, sin duda. No tanto por el calificativo empleado para referirse a sus estudiantes como cuerpos inertes, que después de todo está usado en confianza en ese contexto catártico y libre de las coerciones de lo  “políticamente correcto” que son las conversaciones profesorales de pasillo. Bien visto, lo que en el fondo hace a este comentario tan fuerte es la presencia de esta voz enronquecida en la que nuestro personaje literalmente se consume, esa mortificación que desde el propio cuerpo responde a la inercia “cadavérica” de la clase y a la que bien podemos dar rango de objeto pulsional.

Se sabe que Lacan agregó a la clásica lista freudiana de objetos de satisfacción pulsional –oral y anal– la voz y la mirada (Lacan, 2004). Agreguemos que decir “satisfacción pulsional” implica que el encuentro con estos objetos conlleva siempre una cierta dimensión “traumática” y paradójica de placer excesivo o mortificante. La anécdota citada no sólo recorta una singularidad de este sujeto –su gusto por el verbo mordaz, la descarga por vía de la palabra irónica–, sino que señala también el lugar de privilegio del objeto voz en la praxis pedagógica. ¿No es acaso la afonía el síntoma ocupacional por excelencia del gremio docente?

Nuestro colega agrega a este comentario una declaración de insatisfacción: estos estudiantes, con su inercia, “me desmejoran como profesor porque no puedo aprender”. Es decir, siente que no tiene el menor chance de sacar provecho, intelectualmente hablando, del intercambio y discusión con sus estudiantes, ocupado como está en ver cómo despierta alguna chispa de interés en ellos. Más allá de esta imputación a sus estudiantes por una “desmejora” que en realidad le atañe a él mismo (su propia pérdida de goce como “proletario intelectual”), y sin entrar a especular sobre lo adecuado que pueda ser su metodología de enseñanza, podemos asumir que no estamos, después de todo, ante el típico profesor “tradicional” que se limita a “pasar materia” sin importarle si sus estudiantes participan o entienden algo del asunto. Su discurso es el de alguien que busca un interlocutor a quien dirigirse, un cierto sujeto que responda con algún signo de inteligencia a la interpelación pedagógica. Su discurso espera la respuesta de un “sujeto universitario”, en otras palabras, un sujeto capaz de entrar en el dispositivo académico de intercambio y producción de saber, capaz de argumentar y razonar según las reglas del recto pensamiento.

Pero, en lugar de ello, lo que le retorna desde del otro lado es más bien el  vacío de un “no hay”: no hay respuesta, no hay “motivación” o “atención”, no hay quién entienda ni cómo hacerse entender. Este es el rostro de la impotencia del educador en una época que ya no es más la de la “pedagogía del oprimido”, sino más bien la de una “pedagogía del aburrido”, para usar la feliz expresión de Corea y Lewkowwicz (2004). Atrás quedaron los tiempos idílicos en que la voz magisterial, auténtica Master’s voice, resonaba en el concentrado silencio de las aulas (interrumpida, desde luego, por algún indócil chicuelo ocasional). Esa voz no ha callado en realidad, pero ahora se ahoga en un mar de rostros somnolientos o entretenidos en la pantalla de sus smartphones.

El señalamiento y la queja en torno a los escollos de la labor educativa son, seguramente, tan viejas como el sistema escolar mismo. Sin embargo, hay un rasgo nuevo que surge aproximadamente a partir la segunda mitad del siglo XX: junto a la denuncia de los excesos autoritarios de la educación tradicional, encontramos la preocupación –y propiamente, la queja ante la cada vez más abierta indisposición y resistencia del sujeto a los esfuerzos del educador. estamos ante una queja de nuevo cuño que, como bien lo señalan Corea y Lewkowwicz, se deja escuchar con regularidad sintomática entre maestros y profesores de escuelas, liceos y universidades (Corea y Lewkowwicz, 2004, p. 33).

Interrogar lo que hay de sintomático en esta queja es interrogarnos sobre las condiciones mismas del acto del educador en el contexto actual. Y si partimos de la educación como un campo definido por un cierto anudamiento de la Ley (la función simbólica de la autoridad en tanto ligada al deseo), el saber (los contenidos de la transmisión cultural) y el sujeto (la producción y/o promoción de una cierta subjetividad), podemos dirigir entonces nuestro intento de lectura del contexto actual a lo que se muestra de sintomático en estos diferentes registros.
Agreguemos que, en cuanto al estatuto de lo “sintomático”, estamos hablando, claro está, del síntoma en el sentido psicoanalítico del término. Es decir, del síntoma tomado por un lado como signo de “lo que no marcha”, de aquello que se opone a que las cosas marchen al paso impuesto por un orden discursivo, (Lacan, 2007), y por el otro, como invención de una “solución de compromiso” dentro de aquello que no marcha –compromiso, en definitiva, entre las tendencias pulsionales y las exigencias del orden simbólico (Freud, 1929/1981).

(continuará...)


REFERENCIAS

Corea y Lewkowwicz (2004). Pedagogía del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas, Buenos Aires: Paidós.
Freud, Sigmund. (1929/1981). “El malestar en la cultura”, Obras Completas, Madrid: Nueva Visión, tomo III.
Lacan, Jacques. (1962-1963/2004). El Seminario, Libro 10, “La angustia”, Buenos Aires: Paidós.
Lacan, Jacques. (1974/2007). “La tercera”. En: Intervenciones y textos ., Buenos Aires: Manantial.

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