El deseo más noble y más
característicamente infantil es el deseo
de ser grande. Revela en el niño una sana inconformidad consigo mismo y con
lo que todavía no es. Un saberse “incompleto” o “inacabado” que lo impulsa, no
a no gustar de sí mismo, sino a querer llegar más allá de lo que hoy es. Los
adultos, en cambio, estamos propensos a desear ser niños justamente porque ya
no lo somos –mal que le pese a los pregoneros de nuestro “niño interior”. El
enredo comienza, sin embargo, cuando los adultos queremos tratar al niño como
si ya fuera grande, pretendiendo así “dar por ya hecho lo que de hacerse ha”
(María Zambrano, “La mediación del maestro”), renunciando así a nuestra
responsabilidad para con los pequeños.
Decía Freud, el inventor del
psicoanálisis, que sólo quien es capaz de compenetrarse con el alma infantil
puede ser educador, y que nosotros los adultos “no comprendemos a los niños
porque hemos dejado de comprender nuestra propia infancia”. Pero, ¿por qué nos
alejamos de tal modo de nuestra propia infancia? ¿Por qué olvidamos –o recordamos
pero en forma muy confusa- tantas experiencias sin embargo fundamentales de nuestra
niñez? Gracias a Freud también, conocemos la respuesta. Olvidamos nuestra
infancia más o menos del mismo modo, y por las mismas razones, que al despertar
solemos olvidar los sueños de la noche anterior (se ha demostrado que todas las
noches soñamos, aunque no lo recordemos). Y es que en esos sueños –al igual que
en nuestros recuerdos infantiles- se esconden deseos y emociones muy profundos que
muchas veces nos provocan rechazo o inquietud. Deseos y emociones que no nos atrevemos
a reconocer, y que contradicen la imagen ideal que nos hemos hecho de nosotros
mismos.
Es así como de adultos llegamos a
hacernos una imagen idealizada del niño como un querubín asexuado, incapaz de
sentir las mismas pasiones –buenas y malas- que cualquier ser humano. Y esa
imagen idealizada no nos permite “compenetrarnos” con los niños de carne y
hueso, tal y como realmente son (y no como nos gustaría imaginarlos). Compenetrarnos
y acompañarlos, desde nuestra posición de adultos, en sus pequeños y grandes
conflictos, dramas y aventuras. Entonces, cuando el niño no satisface nuestras
expectativas de pureza y bondad, nos sentimos perplejos o defraudados. Y cuando
menos pensamos ya le hemos encasquetado alguna de las etiquetas de moda (“hiperkinético”,
“autista”) y ¡a medicar se ha dicho! O simplemente nos desentendemos de él y lo
dejamos a la buena de Dios, a merced de una supuesta “libertad”.
En la actualidad, seguimos aferrándonos
a esta imagen idealizada del niño, sólo que ahora le sumamos los ideales de
“éxito” y de consumo propios de la época. Queremos verlo entonces como a
cualquier adulto de hoy: lleno de objetos y autosuficiente. Ahíto e
insatisfecho, a la vez.
En este contexto, lo mejor que podemos desearle a un niño es desearlo como niño que es y que va siendo. Ocupar el lugar de adultos que le dan la bienvenida a un mundo en el que no podemos hacer siempre lo que queremos, pero en el que en cambio siempre podemos querer lo que hagamos. O al menos intentarlo.
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