lunes, 9 de noviembre de 2020

“¡Cuando yo sea grande!” ¿Qué desearle a nuestros niños?, Por Ángel Sanabria

 



El deseo más noble y más característicamente infantil es el deseo de ser grande. Revela en el niño una sana inconformidad consigo mismo y con lo que todavía no es. Un saberse “incompleto” o “inacabado” que lo impulsa, no a no gustar de sí mismo, sino a querer llegar más allá de lo que hoy es. Los adultos, en cambio, estamos propensos a desear ser niños justamente porque ya no lo somos –mal que le pese a los pregoneros de nuestro “niño interior”. El enredo comienza, sin embargo, cuando los adultos queremos tratar al niño como si ya fuera grande, pretendiendo así “dar por ya hecho lo que de hacerse ha” (María Zambrano, “La mediación del maestro”), renunciando así a nuestra responsabilidad para con los pequeños.

Decía Freud, el inventor del psicoanálisis, que sólo quien es capaz de compenetrarse con el alma infantil puede ser educador, y que nosotros los adultos “no comprendemos a los niños porque hemos dejado de comprender nuestra propia infancia”. Pero, ¿por qué nos alejamos de tal modo de nuestra propia infancia? ¿Por qué olvidamos –o recordamos pero en forma muy confusa- tantas experiencias sin embargo fundamentales de nuestra niñez? Gracias a Freud también, conocemos la respuesta. Olvidamos nuestra infancia más o menos del mismo modo, y por las mismas razones, que al despertar solemos olvidar los sueños de la noche anterior (se ha demostrado que todas las noches soñamos, aunque no lo recordemos). Y es que en esos sueños –al igual que en nuestros recuerdos infantiles- se esconden deseos y emociones muy profundos que muchas veces nos provocan rechazo o inquietud. Deseos y emociones que no nos atrevemos a reconocer, y que contradicen la imagen ideal que nos hemos hecho de nosotros mismos.

Es así como de adultos llegamos a hacernos una imagen idealizada del niño como un querubín asexuado, incapaz de sentir las mismas pasiones –buenas y malas- que cualquier ser humano. Y esa imagen idealizada no nos permite “compenetrarnos” con los niños de carne y hueso, tal y como realmente son (y no como nos gustaría imaginarlos). Compenetrarnos y acompañarlos, desde nuestra posición de adultos, en sus pequeños y grandes conflictos, dramas y aventuras. Entonces, cuando el niño no satisface nuestras expectativas de pureza y bondad, nos sentimos perplejos o defraudados. Y cuando menos pensamos ya le hemos encasquetado alguna de las etiquetas de moda (“hiperkinético”, “autista”) y ¡a medicar se ha dicho! O simplemente nos desentendemos de él y lo dejamos a la buena de Dios, a merced de una supuesta “libertad”.

En la actualidad, seguimos aferrándonos a esta imagen idealizada del niño, sólo que ahora le sumamos los ideales de “éxito” y de consumo propios de la época. Queremos verlo entonces como a cualquier adulto de hoy: lleno de objetos y autosuficiente. Ahíto e insatisfecho, a la vez.

En este contexto, lo mejor que podemos desearle a un niño es desearlo como niño que es y que va siendo. Ocupar el lugar de adultos que le dan la bienvenida a un mundo en el que no podemos hacer siempre lo que queremos, pero en el que en cambio siempre podemos querer lo que hagamos. O al menos intentarlo.

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