A altas horas de la noche, el fatigado
y somnoliento corrector Raimundo Silva tropieza de súbito con una simple línea
de las pruebas de la Historia del cerco
de Lisboa que tiene entre sus manos: “…los cruzados auxiliaron a los
portugueses”. El encuentro con esta línea lo despierta (pero, ¿con qué cosa es en realidad el encuentro? ¿De
qué orden es aquello que lo despierta?). Raimundo Silva se debate y se resiste.
La línea parece decirle: “Haz de mí otra cosa, si eres capaz”. ¡Qué disparate!
Un corrector que en lugar de corregir, lo que va es a cambiar el texto –doble
error puesto que se trata de un hecho histórico inalterable, pero además porque
para un corrector cualquier designio del autor sobre su obra es por definición
infalible–. Finalmente, el oscuro impulso, insondable para él mismo, se impone:
“con mano firme sujeta el bolígrafo y añade esa palabra que el autor no
escribió, no podría haber escrito nunca –No”. Los cruzados no auxiliarán a los portugueses.
El aparentemente minúsculo “desvío” del
personaje de José Saramago en su novela Historia
del cerco de Lisboa (Alfaguara, 1989), tendrá sin embargo consecuencias
incalculables, tal como lo señala uno de los personajes: “el No que escribió
aquel día habrá sido el acto más importante de su vida” (p. 118). No es cualquier personaje el que esto le dice
al corrector, sino María Sara, mujer que jugará un papel central en la trama y
de quien el personaje recibirá –en forma invertida– no sólo la sanción del
estatuto de acto de su “desvío”, sino también la apertura a un nuevo amor, literalmente hablando. En
efecto, es María Sara quien va a hacerle el encargo de escribir una nueva
historia –ésta vez ficticia– del cerco de Lisboa a partir de la premisa de que
“los cruzados no auxiliaron a los
portugueses”, autorizando así el inicio de un trabajo que lo hará pasar de la
posición de corrector a la de autor. El gesto de esta mujer al proponerle
“tomar al pie de la letra su desvío”, adquiere el valor de una interpretación
que torna legible el deseo subyacente al “acto sintomático” inicial. Nuestro personaje
encontrará en ella además una inesperada renovación de su vida amorosa, que
estaba excluida de su pequeño y solitario mundo gris de solterón. Incluso cabe
preguntarse ¿de quién es el acto en realidad? ¿De María Sara al sancionar la
positividad de su “desvío” y proponer tomarlo “al pie de la letra” como punto
de inicio, o del propio de Raimundo Silva que no retrocede entonces ante la imprevisible consecuencia de su “desvío”? Se trata de una articulación
compleja entre uno y otro acto, una articulación de deseo a deseo.
Esta palabra No fue escrita con letras “cargadas y perfiladas” que delatan una
acción deliberada, y sin embargo fue puesta por razones insondables para el
propio sujeto y en medio de una intensa agitación. ¿Qué hace que las
consideremos un acto?¿En qué consistiría el acto de Raimundo Silva? Destaquemos
primero que nada el hecho de que aparezca como un corte en el encadenamiento de
causas y efectos que se suponen regir una vida o, siguiendo al propio Saramago,
una ruptura en “aquella deseada y tranquilizadora relación directa que haría de
cualquier vida humana un encadenamiento irresistible de hechos lógicos, todos
perfectamente trabados, con sus puntos de apoyo y calculadas flechas” (p. 129).
Lo que hay aquí de acto no se confunde con el gesto motor –la mano que empuña
el bolígrafo y escribe– del que sin embargo toma soporte, ni tampoco con la
modificación de sentido que introduce en los enunciados. Es gesto solitario,
compromete lo más íntimo, lo más íngrimo y lo más corpóreo del sujeto, y sin embargo se trata de
una acción que dice algo y llama al lazo con el Otro. Es “un hacer que es un
decir”, como en el poema de Paz. Pero fundamentalmente, es algo que deja marca sobre el propio sujeto –“ha lugar de un decir cuyo sujeto cambia” (Lacan)– y que a la vez
instaura un nuevo orden, un cambio de discurso cuyo signo es precisamente –ya
lo dijimos– el nuevo amor.