jueves, 13 de junio de 2019

El "No" de Raimundo Silva (sobre el acto y el nuevo amor), por Ángel Sanabria



A altas horas de la noche, el fatigado y somnoliento corrector Raimundo Silva tropieza de súbito con una simple línea de las pruebas de la Historia del cerco de Lisboa que tiene entre sus manos: “…los cruzados auxiliaron a los portugueses”. El encuentro con esta línea lo despierta (pero, ¿con qué cosa es en realidad el encuentro? ¿De qué orden es aquello que lo despierta?). Raimundo Silva se debate y se resiste. La línea parece decirle: “Haz de mí otra cosa, si eres capaz”. ¡Qué disparate! Un corrector que en lugar de corregir, lo que va es a cambiar el texto –doble error puesto que se trata de un hecho histórico inalterable, pero además porque para un corrector cualquier designio del autor sobre su obra es por definición infalible. Finalmente, el oscuro impulso, insondable para él mismo, se impone: “con mano firme sujeta el bolígrafo y añade esa palabra que el autor no escribió, no podría haber escrito nunca –No”. Los cruzados no auxiliarán a los portugueses.

El aparentemente minúsculo “desvío” del personaje de José Saramago en su novela Historia del cerco de Lisboa (Alfaguara, 1989), tendrá sin embargo consecuencias incalculables, tal como lo señala uno de los personajes: “el No que escribió aquel día habrá sido el acto más importante de su vida” (p. 118).  No es cualquier personaje el que esto le dice al corrector, sino María Sara, mujer que jugará un papel central en la trama y de quien el personaje recibirá –en forma invertida no sólo la sanción del estatuto de acto de su “desvío”, sino también la apertura a un nuevo amor, literalmente hablando. En efecto, es María Sara quien va a hacerle el encargo de escribir una nueva historia –ésta vez ficticia del cerco de Lisboa a partir de la premisa de que “los cruzados no auxiliaron a los portugueses”, autorizando así el inicio de un trabajo que lo hará pasar de la posición de corrector a la de autor. El gesto de esta mujer al proponerle “tomar al pie de la letra su desvío”, adquiere el valor de una interpretación que torna legible el deseo subyacente al “acto sintomático” inicial. Nuestro personaje encontrará en ella además una inesperada renovación de su vida amorosa, que estaba excluida de su pequeño y solitario mundo gris de solterón. Incluso cabe preguntarse ¿de quién es el acto en realidad? ¿De María Sara al sancionar la positividad de su “desvío” y proponer tomarlo “al pie de la letra” como punto de inicio, o del propio de Raimundo Silva que no retrocede entonces ante la imprevisible consecuencia de su “desvío”? Se trata de una articulación compleja entre uno y otro acto, una articulación de deseo a deseo.

Esta palabra No fue escrita con letras “cargadas y perfiladas” que delatan una acción deliberada, y sin embargo fue puesta por razones insondables para el propio sujeto y en medio de una intensa agitación. ¿Qué hace que las consideremos un acto?¿En qué consistiría el acto de Raimundo Silva? Destaquemos primero que nada el hecho de que aparezca como un corte en el encadenamiento de causas y efectos que se suponen regir una vida o, siguiendo al propio Saramago, una ruptura en “aquella deseada y tranquilizadora relación directa que haría de cualquier vida humana un encadenamiento irresistible de hechos lógicos, todos perfectamente trabados, con sus puntos de apoyo y calculadas flechas” (p. 129). Lo que hay aquí de acto no se confunde con el gesto motor –la mano que empuña el bolígrafo y escribe del que sin embargo toma soporte, ni tampoco con la modificación de sentido que introduce en los enunciados. Es gesto solitario, compromete lo más íntimo, lo más íngrimo y lo más corpóreo del sujeto, y sin embargo se trata de una acción que dice algo y llama al lazo con el Otro. Es “un hacer que es un decir”, como en el poema de Paz. Pero fundamentalmente, es algo que deja marca sobre el propio sujeto –ha lugar de un decir cuyo sujeto cambia” (Lacan) y que a la vez instaura un nuevo orden, un cambio de discurso cuyo signo es precisamente ya lo dijimos el nuevo amor.


miércoles, 5 de junio de 2019

Psicoanálisis y Pedagogía (I): De la queja del educador al síntoma, por Ángel Sanabria



Un profesor resume su experiencia al inicio de un semestre con este singular comentario: “La clase me deja ronco porque, como ellos son como unos cadáveres, tengo yo que hablar”. Es un comentario fuerte, sin duda. No tanto por el calificativo empleado para referirse a sus estudiantes como cuerpos inertes, que después de todo está usado en confianza en ese contexto catártico y libre de las coerciones de lo  “políticamente correcto” que son las conversaciones profesorales de pasillo. Bien visto, lo que en el fondo hace a este comentario tan fuerte es la presencia de esta voz enronquecida en la que nuestro personaje literalmente se consume, esa mortificación que desde el propio cuerpo responde a la inercia “cadavérica” de la clase y a la que bien podemos dar rango de objeto pulsional.

Se sabe que Lacan agregó a la clásica lista freudiana de objetos de satisfacción pulsional –oral y anal– la voz y la mirada (Lacan, 2004). Agreguemos que decir “satisfacción pulsional” implica que el encuentro con estos objetos conlleva siempre una cierta dimensión “traumática” y paradójica de placer excesivo o mortificante. La anécdota citada no sólo recorta una singularidad de este sujeto –su gusto por el verbo mordaz, la descarga por vía de la palabra irónica–, sino que señala también el lugar de privilegio del objeto voz en la praxis pedagógica. ¿No es acaso la afonía el síntoma ocupacional por excelencia del gremio docente?

Nuestro colega agrega a este comentario una declaración de insatisfacción: estos estudiantes, con su inercia, “me desmejoran como profesor porque no puedo aprender”. Es decir, siente que no tiene el menor chance de sacar provecho, intelectualmente hablando, del intercambio y discusión con sus estudiantes, ocupado como está en ver cómo despierta alguna chispa de interés en ellos. Más allá de esta imputación a sus estudiantes por una “desmejora” que en realidad le atañe a él mismo (su propia pérdida de goce como “proletario intelectual”), y sin entrar a especular sobre lo adecuado que pueda ser su metodología de enseñanza, podemos asumir que no estamos, después de todo, ante el típico profesor “tradicional” que se limita a “pasar materia” sin importarle si sus estudiantes participan o entienden algo del asunto. Su discurso es el de alguien que busca un interlocutor a quien dirigirse, un cierto sujeto que responda con algún signo de inteligencia a la interpelación pedagógica. Su discurso espera la respuesta de un “sujeto universitario”, en otras palabras, un sujeto capaz de entrar en el dispositivo académico de intercambio y producción de saber, capaz de argumentar y razonar según las reglas del recto pensamiento.

Pero, en lugar de ello, lo que le retorna desde del otro lado es más bien el  vacío de un “no hay”: no hay respuesta, no hay “motivación” o “atención”, no hay quién entienda ni cómo hacerse entender. Este es el rostro de la impotencia del educador en una época que ya no es más la de la “pedagogía del oprimido”, sino más bien la de una “pedagogía del aburrido”, para usar la feliz expresión de Corea y Lewkowwicz (2004). Atrás quedaron los tiempos idílicos en que la voz magisterial, auténtica Master’s voice, resonaba en el concentrado silencio de las aulas (interrumpida, desde luego, por algún indócil chicuelo ocasional). Esa voz no ha callado en realidad, pero ahora se ahoga en un mar de rostros somnolientos o entretenidos en la pantalla de sus smartphones.

El señalamiento y la queja en torno a los escollos de la labor educativa son, seguramente, tan viejas como el sistema escolar mismo. Sin embargo, hay un rasgo nuevo que surge aproximadamente a partir la segunda mitad del siglo XX: junto a la denuncia de los excesos autoritarios de la educación tradicional, encontramos la preocupación –y propiamente, la queja ante la cada vez más abierta indisposición y resistencia del sujeto a los esfuerzos del educador. estamos ante una queja de nuevo cuño que, como bien lo señalan Corea y Lewkowwicz, se deja escuchar con regularidad sintomática entre maestros y profesores de escuelas, liceos y universidades (Corea y Lewkowwicz, 2004, p. 33).

Interrogar lo que hay de sintomático en esta queja es interrogarnos sobre las condiciones mismas del acto del educador en el contexto actual. Y si partimos de la educación como un campo definido por un cierto anudamiento de la Ley (la función simbólica de la autoridad en tanto ligada al deseo), el saber (los contenidos de la transmisión cultural) y el sujeto (la producción y/o promoción de una cierta subjetividad), podemos dirigir entonces nuestro intento de lectura del contexto actual a lo que se muestra de sintomático en estos diferentes registros.
Agreguemos que, en cuanto al estatuto de lo “sintomático”, estamos hablando, claro está, del síntoma en el sentido psicoanalítico del término. Es decir, del síntoma tomado por un lado como signo de “lo que no marcha”, de aquello que se opone a que las cosas marchen al paso impuesto por un orden discursivo, (Lacan, 2007), y por el otro, como invención de una “solución de compromiso” dentro de aquello que no marcha –compromiso, en definitiva, entre las tendencias pulsionales y las exigencias del orden simbólico (Freud, 1929/1981).

(continuará...)


REFERENCIAS

Corea y Lewkowwicz (2004). Pedagogía del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas, Buenos Aires: Paidós.
Freud, Sigmund. (1929/1981). “El malestar en la cultura”, Obras Completas, Madrid: Nueva Visión, tomo III.
Lacan, Jacques. (1962-1963/2004). El Seminario, Libro 10, “La angustia”, Buenos Aires: Paidós.
Lacan, Jacques. (1974/2007). “La tercera”. En: Intervenciones y textos ., Buenos Aires: Manantial.

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