Comienzo
con unos versos de Borges, rencontrados esta misma mañana:
Que otros se
jacten de las páginas que han escrito;
a mi me
enorgullecen las que he leído.[1]
Yo
que no puedo –que no alcanzo ni lejanamente–
a jactarme del lector que he sido y de las páginas que he leído, me
reconozco sin embargo en estos versos y a ellos me encomiendo.
“Se
escribe lo que se lee”, nos recordaba Ana Viganó, citando una conversación con
Alejandro Reinoso. Una frase que invierte el orden natural de lo que se
considera que es la lectura –se lee algo que se ha escrito– y que hace de la
escritura un recurso para la lectura. ¿Lectura de qué? Lectura de aquello que
se decanta de una experiencia, de los restos literales que va dejando el
recorrido de una cura, por ejemplo, o de los acontecimientos que marcan el
devenir de una Escuela –del sujeto Escuela que una comunidad de trabajo encarna.
(Pero
también puede ocurrir que se lea escribiendo. Al menos en mi experiencia, uno
lee con el lápiz o con la pluma: subrayando, poniendo comentarios o marcas al
margen del texto, tomando notas, incluso copiando extensamente el texto que se
lee –al leerlo y para leerlo).
Invitado
a este ejercicio de “escritura en tiempo real” que nos propusiera Alejandro
Reinoso, del cual damos cuenta hoy, y convocados por el sugerente y provocador
título de “Leer, escribir: una experiencia de Escuela”, me veo interpelado
justamente como lector. No “lector”
en general, sino como Un lector de
algunos de los casos destinados a ser presentados en las Mesas Clínicas de
nuestra Jornada de ayer.[2] Y
es el caso para mí que escribir sobre
esta experiencia –así, bajo el signo de la prisa y a escasas horas de esta
actividad– me permite (o me obliga, según se vea) a leer lo que fue la experiencia de esa tarea que nos encomendó el
Directorio de la Sede. Tarea que asumí
con entusiasmo y decisión, pero también con la inquietud de quien se adentra en
terreno incierto, lleno aristas delicadas y escollos –los propios, quiero
decir, y no los del otro, como podría pensarse.
Porque
encaré –no pude sino encarar– esta tarea a partir de mi propia experiencia de
presentación clínica en nuestro reciente Coloquio Seminario, para el cual elegí
un caso con el que tenía yo una particular dificultad para escribirlo (es
decir, para leerlo) de una manera mínimamente solvente. Ello tanto por las
características propias del caso como por un punto ciego de mi propia posición,
una posición decidida por mi cuerpo por así decir, pero inadvertida para mí. Un cierto “no ver” que, paradójicamente, facilitó que el
sujeto pudiera hacer cierto uso de mi presencia que la construcción del caso me
permitió recuperar. La escritura palmo a palmo del caso, de cara a un control solidario e inmisericorde a la vez,
produjo una reducción de las derivas hacia el sentido (hacia la comprensión) con las que me defendía de
la “locura” del sujeto, y poder así leer-escribir
la lógica del caso a la letra.
Tolerar
esta posición del controlador, que hoy califico de “solidaria e inmisericorde”,
me fue posible por algo de la confianza en el trabajo de transferencia, y no
simplemente por la confianza –sin duda necesaria pero no suficiente– en la
persona del controlador. Y si invoco aquí la transferencia de trabajo, es para
destacar que se trata de una puesta en operación de la transferencia recíproca,
en el sentido de estar enmarcada y posibilitada por los dispositivos de la
Escuela –para el caso, por el espacio de “La lógica de la cura” en el Coloquio
Seminario, esa fructífera invención de la orientación lacaniana. Porque no es
lo mismo construir un caso sin Escuela que con Escuela, como ya se ha destacado
varias veces en esta semana.
¿Hasta
dónde pude –en mi tarea de lector de los casos que me tocaron– recoger de la
buena manera esa experiencia? ¿Hasta dónde he alcanzado a ser Un lector
de esas páginas? Sé de los tropiezos que tuve, y creo reconocer algo de lo que
intenté transmitir en la versión o
escritura final de los casos presentados. Sea como sea, me toca a mí leer, extraer
la letra de lo que esta experiencia deja para
y en mí de efectos de formación.
Y consentir además a esos efectos, a soportar la contingencia de esos efectos.
Es
lo que intento valiéndome de momento de
un neologismo de Lacan, cuyo hallazgo debo a la lectura de un testimonio de FabiánNaparstek: el escreer, condensación
de “escribir” y “creer”, que alude a una creencia que, sin el soporte de la
elucubración de sentido, porta en sí algo de la letra.[3] Quisiera
valerme de ello para nombrar esa confianza de la transferencia recíproca como
un escreer (o creescribir) en la Escuela.
Y espero entonces que algo de la escreencia
pueda advenir –cada vez– como efecto posible en mi relación con la Escuela.
Termino
con los últimos versos del mismo poema de Borges:
La tarea que
emprendo es ilimitada
y ha de
acompañarme hasta el fin
no menos
misteriosa que el universo
y que yo, el
aprendiz.
Gracias.
* Intervención en la Conversación de miembros
y asociados, “Leer, escribir: una experiencia de Escuela”, 10 de noviembre de
2019 en la Sede de la NEL CdMx.
NOTAS:
[1] “Un lector”, Elogio de la sombra (1969).
[2] III Jornadas de la NEL-Ciudad de México, “¿Qué
cura el psicoanalista hoy? Consecuencias clínicas y políticas del lazo social
que llamamos psicoanálisis”, 9 de noviembre de 2019.
[3] Naparstek, F., “Del sujeto occidentado a la
orientación por el síntoma: modulaciones sobre la creencia”. Publicado en la
página de las XXVII Jornadas Anuales de
la EOL “El psicoanálisis y la discordia de las identificaciones”, 29 y 30
de septiembre de 2018. Documento en línea disponible en:
http://www.xxviijornadasanuales.com/template.php?file=frutos-y-cascaras/del-sujeto-occidentado-a-la-orientacion-por-el-sintoma.html